miércoles, 13 de febrero de 2008

Alzheimer

Todavía se estaba secando, cuando un enmascarado abrió de golpe la puerta de la habitación. La enfermera lanzó un grito. La bandeja metálica cayó al suelo y los medicamentos rodaron bajo la cama. El anciano Mateo, con la toalla enrollada al cuerpo, salió del baño.
-Usted siéntese en la butaca -el enmascarado amenazó con la pistola a la enfermera.
-Y usted -apuntó esta vez a Mateo- vístase.

El anciano abrió el armario. Con mano temblorosa descolgó un pantalón de pana y la camisa a cuadros grises y blancos.
Fuera, en los pasillos de la residencia, se oyeron ruidos confusos, puertas que se abrían y se cerraban, pasos acelerados. Un segundo enmascarado, mucho más alto y musculoso que el anterior, irrumpió en la habitación sin decir palabra. No traía pistola, pero sí unos guantes blancos de cirujano. Se acercó a la enfermera. Y tras atarle, con gasa estéril, las manos a la espalda, la sacó de allí.

El anciano Mateo se sentó al borde de la cama. Intentó reorganizar la mente. Esa voz le era familiar pero no lograba asociarla a ninguna cara, ni a un lugar. El enmascarado señaló con la pistola un marco de fotografía que había en la mesilla de noche.
-¿y esta mujer?

La foto era antigua, en blanco y negro. Una joven sonriente saludaba desde el marco de una ventana. El anciano Mateo miró la foto y se rascó la cabeza.

-¿La conozco?
-Me toma el pelo. ¿Duerme junto a la foto de una desconocida?
Volvió a mirar la cara de la misteriosa mujer.
-No la recuerdo. Pero oiga, ¿usted qué quiere? Si es la foto, se la puede llevar.
-Y el dinero, ¿dónde lo guarda?
El enmascarado abrió el primer cajón de la mesilla y rebuscó en él. Sacó un fajo de cartas envejecidas. Las tiró sobre la colcha de la cama, junto al anciano Mateo.
-¿son suyas?
-No sé -Mateo agarró una de las cartas
-Mire, no tengo todo el día. Así que le agradecería que me contestara alguna de las preguntas.
La pistola bailaba entre las manos del enmascarado, unas veces apuntaba al techo, otras al suelo, y otras, a la pierna de Mateo.

-Rosa Maldonado -leyó el enmascarado- ¿la mujer de la foto?

Mateo apretó los labios. Intentó recordar. Lo intentó. Pero su anciana cabeza estaba más pendiente de seguir el cañón de la pistola que en averiguar quién era esa tal Rosa.

-Y el dinero, ¿se puede saber dónde está?
Abrió cajones, alborotó el armario y palpó bajo el colchón. Mateo permaneció sentado y en silencio. Dándole vueltas a esa voz tan familiar. La había oído antes. Pero cuándo, cuándo.

El intruso terminó por abandonar la habitación tal y como había entrado. Se quitó el pasamontañas y se encontró de cara con el hijo del anciano Mateo.
-Cómo ha ido la nueva terapia, Doctor.
-Mal, sigue igual. Mañana, probaré a disfrazarme de obispo. A ver si con la confesión logramos que recupere algo de memoria.

6 comentarios:

Enrique Páez dijo...

Ahora el cuento está mucho mejor.
Te darán un premio.
Besos,

Beatriz Montero dijo...

Ja,ja. Muchas gracias por el piropo. Tú si que eres un premio.
Besos,

Emilio Montero dijo...

Perdonarme, pero soy diabético y tanta dulzura me puede dañar…



jejejjje

Beatriz Montero dijo...

Emi, acuérdate de llevar la insulina en el platito labial :)

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Como no actualizas, aprovecho para leer textos anteriores.
Me ha gustado esta narración.
Qué enfermedad más terrible.
Saludos.

Beatriz Montero dijo...

Hola pedro, tienes razón hace días que no actualizo. Llevo una semanita de actuaciones y clases que va a acabar conmigo. Pero ahora mismo voy a colgar una nueva entrada.