lunes, 23 de febrero de 2009

Carnaval 2009, Santa Cruz de Tenerife

La música no hay quien la pare. Las calles están llenas de policías en tanga, conejitas semidesnudas saltando al ritmo de salsa, osos con cervezas, niños supermanes haciéndose fotos con un Robocop plastificado, reinas montadas en carrozas con grandes plumas de pavo real y brillantina, comparsas a ritmo de tambor, hombres disfrazados de monjas con piernas peludas bajo minifaldas comprimidas. Suenan pitos y panderetas. Al fondo de la calle Castillo, sentadas en un banco de madera, cinco adolescentes vestidas de brujas corean una canción de moda y se colocan pelotas de tenis en los sujetadores. Los cuerpos vibran con la música ente risas, tocamientos y bromas. No hay rincón en el que no te asalten para cortarte un brazo con una espada de juguete o que te lleven la mano hacia unas tetas de plástico.

La música no hay quien la pare. Uno no camina, mueve el cuerpo a ritmo de salsa o rock. El carnaval ha infectado todo el centro de Santa Cruz desde la plaza Weyler hasta la zona marítima. Por todas partes hay improvisadas barras de bar y altavoces escupiendo a todo volumen música. Música que se entremezcla con la del otro altavoz clavado a escasos metros de distancia.

En la plaza de la Candelaria y en la del Príncipe, los grupos de música tocan sin descanso, uno detrás de otro, hasta el amanecer. Todo el mundo va disfrazado. La gente bebe alcohol en vasos de plástico y los chicos mean con descaro en las esquinas, mientras ellas se suben la falda a escondidas tras una amiga.

Huele a perrito caliente, cebolla frita y arepas. Y cuando uno cree que nada puede perturbar la fiesta, en mitad de la plaza, irrumpe un coche de bomberos haciendo sonar sus sirenas. No es un disfraz, ni una carroza, es un coche de bomberos de los de verdad. Los músicos dejan de tocar. Los osos, esqueletos, enfermeras en minifalda, gatas silvestres, y leñadores dejan paso a los bomberos. Y en cuanto el camión rojo de bomberos dobla la esquina y se aleja entre palmeras, los vampiros, sirenas, caperucitas y chinos juntan sus cuerpos y se dejan de nuevo envolver a son de salsa. La música no hay quien la pare.

jueves, 19 de febrero de 2009

Mar rizada

En los días claros, como hoy, veo la punta de la isla, Buenavista del Norte donde está el faro. Y si las nubes se van a merendar, entonces se vislumbra la isla de La Palma. El horizonte es un mar azul intenso si el día es soleado, o azul descolorido si está gris. No hay ni un barco. Las corrientes marinas hacen que el norte de la isla no sea ruta de navegación. Aquí, las corrientes te llevan sin remedio a América, a mar abierto. Por eso, no llega ni una patera a la zona norte, sino al sur.

Al sur, al puerto de Santa Cruz, llegaron Colón, piratas y almirantes ingleses, y en 1939, recién acabada la guerra civil, el Primer Crucero Azul de España así venía escrito en letras grandes en la popa del buque Cabo San Antonio, que venía desde Buenos Aires y que se hundió al año siguiente a 300 millas de Canarias por un incendio. Eso sí, sobrevivieron todos los pasajeros.

Ese crucero pretendía ser la gloria del régimen franquista. Era un crucero de Buenos Aires a Cádiz que hacía varias escalas, entre ellas Tenerife. Una vez en Cádiz llevaban a los pasajeros durante 12 días en autobuses por Sevilla, Toledo, Madrid y el norte de España. Eran recibidos por el general Moscardó y Franco. Una de las atracciones era visitar las rutas de guerra y la otra los monumentos del país, que en ese año estaban hechos un guiñapo. Y vuelta a América con el mismo navío que les había traído. Menuda campaña propagandística.

Pero aquí en el norte, solo he visto dos barcos navegar en los dos últimos meses. Uno al mes. El primero fue un velero que se debió de perder a razón de la lentitud y las maniobras de vela que hacía. Se notaba que le costaba un triunfo navegar contra corriente. El otro ha sido esta mañana, un barco militar que más bien parecía un barco pirata, sin bandera, como si eso le camuflara. Ha estado toda la mañana, y aún sigue, patrullando de derecha a izquierda y viceversa desde Buenavista del Norte a Punta Hidalgo y vuelta a empezar. Sospecho que patrulla para controlar el contrabando, porque aquí, como he dicho antes, nada de pateras, barcos, lanchas, barquitas a remos, ni ballenas. ¿Y si avista piratas?

viernes, 13 de febrero de 2009

Cocido de gato

En el taller de cuentacuentos, Ángeles nos contó que teniendo ocho años su abuelo Carlos, al que su hermano y ella llamaban Carlitos, les pidió que vigilaran la olla del cocido mientras el salía a comprar el pan. Su hermano, Gregorio, un año menor que ella, miró la camada de gatitos recién nacidos y le preguntó: "¿Qué pasará si metemos un gatito en la olla?" Y antes de que ella respondiera, lanzó a uno de ellos dentro. El pobre gato no llegó a chillar, murió en el instante. Y la sopa de cocido siguió hirviendo. “¿Y si metemos otro?“, Gregorio miró travieso la prole de gatitos. Pero en ese momento entró el abuelo Carlitos y se acabó la fiesta. Ninguno de los dos le dijo nada y el cocido siguió burbujeando.

En la comida, Carlitos metió el cazo dentro de la olla y sirvió la sopa. Por fortuna, el abuelo no vio el gato, por lo que Ángeles y su hermano tuvieron que disimular las arcadas que les daba comer cocido de gato. El abuelo, que no sospechaba nada, se lo comió como si tal cosa. Y le debió de gustar, porque fue a repetir y Gregorio, que no pudo controlar el miedo que le entró al pensar en el castigo que le esperaba si el abuelo descubría el pastel, dijo al borde del llanto: “¡Ay, Carlitos, que ya sale!”. El abuelo metió el cazo en la olla y sacó una patata. “¡Ay, Carlitos, que ya sale!”. Y esa vez pescó un trozo de tocino. “¡Ay, Carlitos, que ya sale!”, gritó cuando del cazo asomó la cabeza del gatito muerto. Ángeles tuvo náuseas al ver salir del perol al gatito lleno de pelos, mojado y rebozado de fideos. El abuelo Carlitos apretó los dientes y les hizo repetir plato como escarmiento. Ángeles, cincuenta años después, sigue siendo incapaz de probar una cucharada de sopa.

domingo, 1 de febrero de 2009

El viento


El viento azota el norte de Tenerife. Las puertas de cristal de casa tiemblan. El sauce llorón del jardín y la palmera del vecino están doblados. Hemos atrancado la puerta de entrada con una silla. Llueve. El agua de lluvia se cuela por las rendijas de la puerta principal y de las ventanas que hemos tapado con toallas. Y el silbato del viento no cesa.

El tiempo ha enloquecido. Esta mañana tomaba un café al aire libre en una terraza del Puerto de la Cruz, mientras una pareja de alemanes se untaba crema solar por las piernas.

Pero no hemos vivido lo peor. Peancha dice que una vez al año, que suele ser en febrero, en el norte de la isla hay tales rachas de viento que se pide a la población que se atrinchere en casa unos días. Nada de compras en Carrefour, ni tomar el sol en la playa, ni ir al cine, ni copeo con los amigos. Es el momento de encerrar en el sótano a los enanitos del jardín, a la sirena de escayola que adorna la piscina, a la fuente de piedra cartón del jardín, y a la Virgen de la Candelaria sujeta por un clavo en el portón de la entrada, antes de que el viento caliente o el furioso mar los engulla.