La música no hay quien la pare. Las calles están llenas de policías en tanga, conejitas semidesnudas saltando al ritmo de salsa, osos con cervezas, niños supermanes haciéndose fotos con un Robocop plastificado, reinas montadas en carrozas con grandes plumas de pavo real y brillantina, comparsas a ritmo de tambor, hombres disfrazados de monjas con piernas peludas bajo minifaldas comprimidas. Suenan pitos y panderetas. Al fondo de la calle Castillo, sentadas en un banco de madera, cinco adolescentes vestidas de brujas corean una canción de moda y se colocan pelotas de tenis en los sujetadores. Los cuerpos vibran con la música ente risas, tocamientos y bromas. No hay rincón en el que no te asalten para cortarte un brazo con una espada de juguete o que te lleven la mano hacia unas tetas de plástico.
La música no hay quien la pare. Uno no camina, mueve el cuerpo a ritmo de salsa o rock. El carnaval ha infectado todo el centro de Santa Cruz desde la plaza Weyler hasta la zona marítima. Por todas partes hay improvisadas barras de bar y altavoces escupiendo a todo volumen música. Música que se entremezcla con la del otro altavoz clavado a escasos metros de distancia.
En la plaza de la Candelaria y en la del Príncipe, los grupos de música tocan sin descanso, uno detrás de otro, hasta el amanecer. Todo el mundo va disfrazado. La gente bebe alcohol en vasos de plástico y los chicos mean con descaro en las esquinas, mientras ellas se suben la falda a escondidas tras una amiga.
Huele a perrito caliente, cebolla frita y arepas. Y cuando uno cree que nada puede perturbar la fiesta, en mitad de la plaza, irrumpe un coche de bomberos haciendo sonar sus sirenas. No es un disfraz, ni una carroza, es un coche de bomberos de los de verdad. Los músicos dejan de tocar. Los osos, esqueletos, enfermeras en minifalda, gatas silvestres, y leñadores dejan paso a los bomberos. Y en cuanto el camión rojo de bomberos dobla la esquina y se aleja entre palmeras, los vampiros, sirenas, caperucitas y chinos juntan sus cuerpos y se dejan de nuevo envolver a son de salsa. La música no hay quien la pare.
La música no hay quien la pare. Uno no camina, mueve el cuerpo a ritmo de salsa o rock. El carnaval ha infectado todo el centro de Santa Cruz desde la plaza Weyler hasta la zona marítima. Por todas partes hay improvisadas barras de bar y altavoces escupiendo a todo volumen música. Música que se entremezcla con la del otro altavoz clavado a escasos metros de distancia.
En la plaza de la Candelaria y en la del Príncipe, los grupos de música tocan sin descanso, uno detrás de otro, hasta el amanecer. Todo el mundo va disfrazado. La gente bebe alcohol en vasos de plástico y los chicos mean con descaro en las esquinas, mientras ellas se suben la falda a escondidas tras una amiga.
Huele a perrito caliente, cebolla frita y arepas. Y cuando uno cree que nada puede perturbar la fiesta, en mitad de la plaza, irrumpe un coche de bomberos haciendo sonar sus sirenas. No es un disfraz, ni una carroza, es un coche de bomberos de los de verdad. Los músicos dejan de tocar. Los osos, esqueletos, enfermeras en minifalda, gatas silvestres, y leñadores dejan paso a los bomberos. Y en cuanto el camión rojo de bomberos dobla la esquina y se aleja entre palmeras, los vampiros, sirenas, caperucitas y chinos juntan sus cuerpos y se dejan de nuevo envolver a son de salsa. La música no hay quien la pare.