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Tenía mono de pulpo, de verdad. Me moría por comer pulpo. Pulpo cocido con pimentón y aceite. Pulpo. Qué rico. Busqué en internet y leí en una receta de Arguiñano que antes de cocinarlo había que asustarlo tres veces. Así que metí al pulpo en el bolso y me lo llevé al tren de la bruja. Tres vueltas. Las conté, una detrás de otra. Tres. Con tanto escobazo en la cabeza y tanta vuelta acabé mareada. Y cuando me quise dar cuenta el pulpo, el muy canalla, había huido del bolso. De puro susto, digo yo. O para vomitar. Vete a saber. El caso es que le llamé por megafonía. Pero nada, no lo encontré. Volví a casa y calenté dos litros de agua con la esperanza de que el pulpo regresara por su cuenta y me lo pudiera comer de una vez por todas. Y llegó, pero maltrecho. Había perdido un tentáculo en una reyerta callejara por culpa de una sepia. Y allí estaba, en la puerta, abrazado a la sepia.
La sepia se hace a la plancha, pensé. Y calenté la sartén. Pero el pulpo se negó a separase de ella. Querían morir juntos. Y como no tenía ni idea de cómo cocinarlos a la vez los metí en la pecera bola de Lucas mientras buscaba una receta de pulpo con sepia. Pero el pobre Lucas sufrió un infarto cuando vio semejantes bichos dentro de su pecera. Lo saqué. A Lucas. Y lo primero que se me ocurrió fue hacerle el boca a boca, pero mi boca era demasiado grande para él. Por eso lo lancé al agua hirviendo de la olla que debía ser para el pulpo y que ahora sería de Lucas. Para revivirlo. Lucas abrió la boca. Una vez más, solo. Me negué a que se muriese y lo saqué con unas tenacillas de la cazuela y le di electroshocks en la sartén. Se quemó. Lloré tanto, tanto. En ese momento sólo quería pisotear a ese maldito pulpo cojo y a esa sepia de moral distraída que vete a saber de qué mar habría salido.
Se murió Lucas. Mi Lucas. No pensé en hacerle entierro y mucho menos en comérmelo. ¿Por qué clase de pervertida me tomas? No. Le llevé al baño y le rocié con laca fuerte de pelo. Lucas se quedó en rigor mortis con ese color marrón oscuro de pez muerto abrasado. Cogí pegamento y le soldé en la pared de cristal de la pecera. Mientras, el pulpo se abrazaba a la sepia en un estrangulador beso.