En la cena de Nochevieja el último en llegar siempre era el tío Vicente. Y también era el más esperado por los pequeños de la casa. El tío Vicente siempre traía comida exótica, platos a cual más raros, del supermercado del Corte Inglés donde trabajaba como encargado. Llegaba a la cena de Nochevieja siempre media hora más tarde que los demás, y entraba en casa dándose muchas ínfulas, con los brazos llenos de bolsas y cajas. Y mientras los mayores entre humo y copas hablaban en el salón de sus cosas: el tío Domingo de la última pieza de avión que había diseñado, el tío Paco de la locomotora diésel 209 que alcanzaba los 120km/h o papá con el aislamiento acústico en medianeras con trasdosado, los pequeños nos refugiábamos alrededor de la mesa de la cocina enredando en las bolsas del Corte Inglés del tío Vicente con la intención de conseguir meter el dedo en alguna tarrina con mousse de queso, mermelada de violeta, caviar de erizo de mar (que escupimos nada más probarlo) o cualquier otro potingue que allí hubiera.
Alma era escéptica con el tío Vicente, claro, que como a ella solo le gustaba el huevo frito le daba igual lo que trajera o dejara de traer el tío Vicente. Hasta que un año probamos el huevo hilado. Comer huevo frito, cocido, escalfado que tanto apasionaba a mamá y que a nosotros nos daba tanto asco era lo normal, pero comer huevo dulce, frío y en tiras finas, eso no lo habíamos visto nunca. Emi se lo quería comer a puñados y el tío Vicente entró en pánico. El huevo hilado era de la sección del gourmet y lo tuvimos que comer enrollado en jamón york. Emi, en un descuido de los mayores, tiró el jamón york a Coco, el perro, y se zampó de una sentada el huevo hilado.
Otra nochevieja el tío Vicente llegó con una tarta de selva negra, que por aquel entonces no se encontraba en ninguna pastelería. Estaba deliciosa. A los mayores les sabía a chocolate y nata, que era lo que era. Pero a nosotros nos sabía especial, no sé, nos sabía a Corte Inglés.
Y no faltaba el comentario del tío Vicente que entre bocados afirmaba, con el peso de un catedrático, que no había mejor viaje para los sentidos que la comida. Así era el tío Vicente.
Anoche, sentí como el 2008 se escapaba entre tragos de vino y recuerdos de infacia envueltos en canela, arroz, piñones y cúrcuma.
Un mágico y próspero año 2009 para todos.