Ayer tenía que echar con urgencia una carta antes de que cerrara la oficina de correos y devolver tres libros a la biblioteca. Conduje hasta Santa Cruz. 20 minutos. Primero me fui a la biblioteca que era la primera en cerrar. Tuve que dar varias vueltas a la manzana para encontrar un hueco donde aparcar. “Vísteme despacio que tengo prisa”, maldije. Al fin di con un hueco entre una moto y una furgoneta. Aparqué de mala manera, con el culo del coche por fuera del sitio. En fin. Salí del coche y al cruzar la calle oí que me decían: “¡mushasha!”
Una anciana con muletas me pidió que le ayudara a cruzar la calle. Si hubiera habido más gente en la acera, tan solo una persona más, es casi seguro que me hubiera librado. Pero no. Tuve mala conciencia de hacer oídos sordos, así que ayudé a la mujer a cruzar. Caminaba tan despacito que en cruzar el paso de cebra de un solo carril le dio tiempo a contarme con detalle como se le calló la dentadura postiza dentro de la copa de champán de su nuera al brindar en Nochevieja.
Me despedí de ella y de sus dientes que ya se los había sacado para demostrame con que facilidad se le caían de la boca. Crucé el parque La Granja. Llegué sin aire a la biblioteca. Dejé los libros. Regresé hacia el coche y a punto de cruzar la calle escuché: “¡mushasha!”
Otra vez la misma anciana que me pidió que le ayudase a cruzar de nuevo la calle porque había olvidado el monedero en su casa. Miré el reloj. Miré a la anciana. Y no se me ocurrió nada mejor que subir a la señora en el coche para acercarla a su casa. Estaba claro que ni me imaginaba que tendría que desmontar el asiento del copiloto (mi coche solo tiene dos puertas) para poder meter su cuerpo artrítico.
Su casa me pillaba de camino a la oficina de correos, vivía en la avenida de las Ramblas. Pisé el acelerador. Quedaban diez minutos para que cerraran la oficina de correos. La anciana se quitó la dentadura por miedo a que saliera dispara al salpicadero con un frenazo, digo yo, y la dejó junto a la puerta del copiloto. Pero esto lo pensé más tarde, porque en esos minutos solo estaba pendiente del reloj y de la carta que tenía que enviar. En cuanto llegué a las Ramblas paré el coche donde pude y la bajé lo más rápido que sus huesos carcomidos me permitieron. No quise preguntarle si su portal estaba al principio o al final de las Ramblas. Yo solo quería echar la carta. Me subí tan rápido al coche que ni me despedí de ella, ni volví la cabeza cuando por el retrovisor la vi hacerme señas con una muleta mientras gritaba “¡mushasha!” No la hice ni caso. Y menos mal, porque de haberlo hecho nunca hubiera echado la carta en la oficina de correos.
Pero esta mañana al subir de nuevo en mi coche he visto la dentadura de la anciana en la puerta del copiloto. Ahora no sé qué hacer ¿Regreso a las Ramblas que tiene más de cien edificios en busca de la señora desdentada? ¿Pongo un anuncio que rece: dentadura busca mujer? ¿La tiro y hago como que esto nunca ha sucedido? ¿O escondo los dientes en la guantera por si alguna vez la vuelvo a ver?
Hay días que es mejor no vestirse.